domingo, 19 de junio de 2016

Domingo XII del Tiempo Ordinario - JESÚS les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.»

“Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos…”. El texto evangélico de hoy habla de la oración de Jesús, insiste particularmente en esta dimensión orante de la vida de Jesús antes de los momentos decisivos de su misión. Jesús, el hijo de María, el carpintero de Nazaret, fue un hombre de su tiempo. Es verdad también que confesamos a este hombre como Hijo de Dios, Dios hecho carne que habitó entre nosotros. Pero, como muy bien lo afirma el Concilio Vaticano II, Jesús “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (Gaudium et Spes, 22). Por tanto, podemos también afirmar que su oración fue una oración conforme a su corazón de hombre. Su encuentro frecuente con Dios en la oración respondió a una necesidad vital de comunicación y de comunión con el Padre. No se trató sólo y simplemente de un ejemplo para estimular nuestra oración. No fue una enseñanza más o una recomendación hecha desde fuera.

Los discípulos están unidos a Jesús. A ellos se les concede verlo como a Aquel que habla con el Padre cara a cara, de tú a tú, como a un igual, como un Hijo con su Padre. Los discípulos ven que Jesús está totalmente identificado con el Padre, que es uno con el Padre.

Los aprendizajes vitales que Jesús compartió con sus discípulos germinaron en horas de silencio y soledad. Momentos de apertura dócil a la acción de Dios. Jesús vivió largos momentos de oración y contemplación. Sólo desde la oración sencilla y cotidiana es posible vivir el misterio de nuestro camino de fe. Tal vez convenga preguntarnos hoy: ¿Cuánto tiempo dedicamos a la oración? ¿Qué relación existe entre nuestra oración y nuestra vida?

De la oración de Jesús surgieron preguntas: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Puede haber un conocimiento externo de Jesús, que es insuficiente para creer en Él, amarle, seguirle… “Ellos contestaron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”. Las opiniones de la “gente” tienen en común que sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, son aproximaciones al misterio de Jesús, pero no llegan a la verdadera naturaleza de Jesús. Se aproximan a Él desde el pasado, no desde su ser mismo. Se trata de un conocimiento que no lleva a una relación personal con Él ni a un compromiso de vida definitivo.

“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro, impresionado y sobrecogido ante la presencia orante de Jesús, en nombre de todos, da una respuesta que parece completa y que se aleja de la opinión de los demás: “El Mesías de Dios”, manifestando y poniendo de relieve la pertenencia del Mesías a Dios. Pedro y los discípulos reconocen que la persona de Jesús no tiene cabida en la categoría de los profetas, que Él es mucho más que un profeta, alguien diferente. Lo habían visto en sus acciones milagrosas, en la autoridad de su enseñanza, en el poder de perdonar los pecados, en su trato de igual con el Padre. Jesús es el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de Dios. Esta declaración de Pedro para nosotros es sublime, siempre hemos de intentar penetrar en su significado; pero sólo se nos puede hacer comprensible en el contacto con Jesús a través de la oración, en el encuentro con Él, vivo y resucitado. El discípulo puede tener un mayor, íntimo y profundo conocimiento del Corazón de Cristo, si cree en Él y le sigue. Desde ahí llevaremos a cabo nuestra misión de cristianos en medio del mundo.
 Mons. Rafael Escudero López-Brea


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