domingo, 4 de septiembre de 2016

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario - "Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío"

Una muchedumbre acompaña a Jesús, pero él no se asombra por el número, no espera la aprobación ni el aplauso; le interesa la integridad del corazón de cada uno de los que lo siguen, especialmente de sus discípulos.

En esas condiciones, muchos líderes de este mundo buscarían alagar a las masas para aumentar la aprobación y así sostener sus propios intereses de dominio sobre las personas. Políticos, comunicadores, artistas, publicistas... son maestros en estas artes de seducción.

Jesús, en cambio, pronuncia palabras fuertes a todos los que lo escuchan: “Si uno no me ama más que a sus padres, mujer e hijos...”. “Si uno no me ama más que a su propia vida...”. “El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”.Estas palabras son como los clavos de la cruz: si las escuchamos, entran en nuestra carne viva y duelen. Pero condicionan la vida, que de otra manera la perdemos. Para comprender el mensaje de Jesús, no debemos poner el centro del texto de hoy en las renuncias, sino en el deseo de ser sus discípulos, compañeros en la vida.

La renuncia sola produce insatisfacción y frustraciones, no felicidad. Renunciar para conquistar y vivir un amor nos hace felices. Jesús no pretende mucho de nosotros, quiere absolutamente todo, como todo amor grande y único.

En la vida avanzamos sobre la base de renuncias y sacrificios, de lo que somos capaces de dejar libremente porque vivimos una pasión que nos empuja y obliga desde el corazón. Rezamos verdaderamente cuando nos disponemos a decirle a Dios que lo amamos por encima de todas las cosas y las personas, y que nadie está antes que él. Esa es la fuerza de los mártires, de los santos y no una vana ascética masoquista.

Jesús, que nos visita en esta eucaristía, se hizo pan para cada uno de nosotros porque nos quiere. Hoy nos invita a ser el pan que necesitan nuestros hermanos.

P. Aderico Dolzani,SSP









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